Ahora que nos atacan los sofocantes calores estivales, parece que sólo apetece tumbarse en una toalla al refugio de una sombrilla y de vez en cuando refrescarse en la orilla de la playa o en la piscina.
Pero, a pesar de esos sugerentes placeres uno no puede olvidar la montaña, tan cercana y todo un lujo para los que vivimos en esta parte de la Península. Sierra Nevada es nuestro tesoro, un tesoro muchas veces esquilmado y otras poco valorado. Hay quien piensa que una vez desaparecida la nieve aquello es lo más parecido al infierno, seco y sin vida, achicharrado por el sol. Pero este fin de semana he podido regodearme de la fabulosa magnitud de nuestra sierra, tan llena de vida, y gracias sobre todo a un año de nevadas espectaculares.
El agua es el protagonista absoluto, y con ella explota la vida, que se resiste a agostarse bajo el tórrido sol. El poder escaparse de vez en cuando a este paraíso tan cercano apetece, y sirve también para huir por un breve espacio de tiempo de lo que a pocos kilómetros es ese calor que tan poco me gusta.
Cada paso que hemos dado ha sido para encontrarnos con el agua, cayendo con fuerza por cascadas preciosas, algunas espectaculares, encontrando lagunas escondidas, como un tesoro, cristalino y alejado de todo.
La paz y la tranquilidad que se respira es difícil de plasmarla en unas palabras, hay que estar allí para sentirlo.
Me siento un privilegiado, pudiendo recorrer estos lugares tan cercanos y que parecen de otro mundo. Cuando llego a mi casa pienso, ha merecido la pena el esfuerzo.
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