¿Qué es lo que hace que siempre que puedes te calzas las botas, preparas la mochila con todos tus bártulos y madrugas en busca de una cima que normalmente está a muchos kilómetros?
Tal vez pueda parecer insensato o inconcebible, para alguien ajeno al mundo de la montaña, cambiar la comodidad de la vida urbanita por sufrir gratuitamente las inclemencias meteorológicas y geográficas de un lugar tan hostil como es la alta montaña.
Pero la pasión por los espacios abiertos, desde el más sencillo paseo de baja montaña, hasta la más alta cumbre de la que uno es capaz de subir, se convierte en un medio de evasión de los problemas cotidianos.
La visión de las montañas siempre ha atraído al ser humano, tal vez por tenerlas tan cercanas y a la vez tan lejanas, al requerir esfuerzo para conseguir llegar hasta ellas, en un peregrinaje lento y sufrido, pero a la vez satisfactorio, suponiendo un lugar donde buscar aventura, o en otros casos, redimir las propias culpas y purgar los malos pensamientos.
En mi caso, cuento los días que me faltan desde que hago una ruta hasta la siguiente, e intento prepararla con la misma ilusión y dedicación que si fuera una expedición de envergadura. Se busca la idea, la meta, se estudian las distintas alternativas, mapas, información, previsiones. Con todo eso preparado, la vigilia antes de la partida es un manojo de nervios e impaciencia porque llegue el momento en que suene el despertador (aunque ese momento en concreto sea un mar de confusión en el que lamentas haber decidido quedar a esa hora, con lo a gusto que se está con Morfeo).
Hay que dedicar mucho tiempo previo de preparación, no se trata únicamente de ponerse a caminar y avanzar metros y metros. Toda esa logística y los sacrificios de tiempo y de compromisos que hay que hacer, a veces pueden no ser valorados ni tenerse en cuenta.
Una vez que llegas a tu punto de partida, es hora de disfrutar, de olvidar todos los problemas que se quedan atrás, en la ciudad, en el trabajo. Es el momento de sentirte libre por unas horas, en unión con un medio a veces salvaje en estado puro. El contacto con la montaña se convierte en una lección de humildad, en la que te sientes pequeño ante tanta magnitud, y eso hace que puedas saborearla mejor.
También es el momento del encuentro con tus amigos, con la gente con la que quieres compartir tu tiempo, los paisajes, la grandeza de la naturaleza. Y te das cuenta lo importante que resulta igualmente una buena compañía, que en muchos casos, se puede convertir en un vínculo de confianza de los unos en los otros, a la hora de resolver cualquier situación que pueda surgir en la montaña. La cohesión y la conexión del grupo es muy importante.
Por ello, hay veces que la frustración de no poder saborear tu dosis de libertad se puede convertir en una ansiedad amarga, que esperas paliar haciendo pasar el tiempo lo más rápido posible, y preparando una nueva ruta, un nuevo reto, soñar cuál va a ser tu siguiente objetivo.
En mi caso, ya tengo en mente qué poder hacer el fin de semana que viene. Un nuevo reto.
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