Yo creo que es uno de los momentos más dolorosos en la vida de un montañero. Si hay un material de montaña que puede entrar en una simbiosis perfecta con el sufrido y habitual senderista, alpinista o montañero en líneas generales, por la cual se crea un vínculo que incluso podría llamársele afectivo, esas son las botas.
Es el elemento básico para toda actividad que se realiza en la naturaleza. Nos tenemos que desplazar obligatoriamente con nuestros pies a través de senderos, veredas, rocas, arena, barro, hierba, etc. Por eso, a la hora de elegir un calzado adecuado para nuestras salidas al campo, debemos poner mucho interés y buscar el que mejor se ajuste a nuestras necesidades. Una vez elegido, si lo hemos hecho bien, comienza la relación persona-bota. Si lo hemos hecho mal, puede que no vuelvas a pisar un cerro en tu vida, y las cambies por unos mocasines para el asfalto.
Empiezas a hacer kilómetros y kilómetros, y ellas son tu contacto con el terreno que pisas, la que te salva del frío, de la humedad, de las piedras. Protege tu más valioso tesoro, tus pies. Al final de una jornada, cuando regresas cansado y dolorido, puedes agradecer el haber llevado tus preciadas botas y que los pinreles no hayan sufrido más de lo necesario.
Es por ello que cuando observas, que ese caparazón, que en sus inicios era una inexpugnable fortaleza que preservaba del exterior a tus pies, va perdiendo facultades, un sentimiento de dolor y una ligera angustia empieza a llegar a tu interior. No puede ser, mis fieles amigas están perdiendo fuerza, capacidad y eficacia. Ya parece que calan un poquito cuando pasamos por un río, un charco, la suela me hace notar las piedrecillas del camino y siento como el frío me empieza a calar cuando llevo un rato en la nieve.
Se enciende la alarma, y piensas que no quieres que en un momento crítico en una salida a la montaña, puedas quedar desvalido, ante un fallo terminal de nuestras amigas del alma. Te intentas negar la inevitable realidad. A veces, como en mi caso, son muchos años compartidos, en muchos lugares distintos y con muchas adversidades y anécdotas. Pero el tiempo pasa para todos y todo se deteriora. Es el momento de jubilarlas.
Cuando comienzas a ojear sustitutas, un sentimiento de culpabilidad te invade, como si de una infidelidad se tratara, pero por otro lado, piensas que tus pies dependen de llevar un buen calzado, pero ¿cómo le haces eso a tus botas? Tus compañeras de trayecto no pueden acabar en una triste bolsa de basura ¿se lo merece? Pero llegados a un extremo, es que no se puede seguir con ellas.
Así quedaron las botas de mi hermano en su última batalla con el coloso Mulhacén. Es la lucha por la supervivencia. Pueden decir que murieron en combate.
Las heridas fueron profundas y letales.
Con todo el dolor de nuestra alma tenemos que buscar sustitutas. Tal vez serán mejores, con un material más duro, más moderno, más técnico y que igual nos acompañarán en muchas aventuras, pero al igual que un primer amor, nuestras primeras botas no las olvidaremos jamás. Yo aún no las he jubilado, me niego a darles una muerte “indigna”, y he decidido preservarlas, embalsamadas en su caja hoy convertida en féretro escondido en el fondo del armario.
Va por ellas. Como dirían los Iron Maiden: Die with your boots on.
Joder! Ahora entiendo porque mis antiguas botas siguen ahí a pesar de haberles buscado unas sustitutas... si es que mi subsconsciente me impide desprenderme de ellas: "para rutas sencillas todavía pueden valer"... "si apenas ocupan espacio"... "quizás los cordones me puedan valer para otras botas"... "espera, espera, que todavía no se sabe como van a salir las nuevas"...
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