miércoles, 1 de julio de 2009

SE QUEMA LA MONTAÑA, SE QUEMA EL ALMA

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Cuando llega el verano todos saben que me pongo de mala leche. El calor no es algo que me entusiasme precisamente, aunque he de reconocer que el combo playa, sol y el uso de ropa cómoda y ligera al aire libre tenga su atractivo.

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Pero con las altas temperaturas también llega el espectro de los incendios forestales, y la ansiedad que me provoca el esperar la inminente llegada del primer destrozo provocado por estos atentados ecológicos, hacen que desee que este periodo pase lo más rápido posible.

Tras unos años de relativa tranquilidad, estos días he visto como se han calcinado en mi tierra,  Almería, tan seca y tan frágil, en un corto intervalo de tiempo más de 1.700 hectáreas de monte, y lo peor de todo es que se confirma lo de siempre: la mano del hombre está detrás de todo eso. Esa mano, que en estos momentos desearía que se le amputara de la forma más dolorosa a los autores de estas fechorías. El instinto más contundente y salvaje de mi ser sale a flor de piel, enfrentándose a mi raciocinio que es el que debería vencer, creyendo en las leyes, en la buena voluntad y concienciación de las personas, pero cada vez que sucede algún siniestro de estas características, en las que no sólo se destruye lo que la naturaleza tarda tantos años en construir, sino que afecta a personas y sus bienes, o incluso a la vida de algunos de ellos, desearía con toda mi alma que la ley fuera otra, más extrema en su aplicación, más primitiva y cruenta en sus sentencias, contra los malnacidos que cicatrizan nuestra tierra de una manera tan impune.

Cuando este domingo regresaba del paraíso que es el Cabo de Gata, y desde la carretera pude divisar la columna de humo que asomaba en las estribaciones de Sierra Alhamilla, las maldiciones que salieron por mi boca estarían censuradas incluso en una tertulia del fenecido Camilo José Cela. Deseaba por todos mis medios que esa humareda cesara pronto, pero no, iba en aumento, desplazándose poco a poco. Desde casa de mis padres asistí testigo impotente a esa macabra señal de que la tierra la estaban matando. Son espartos y aulagas, pero son de nuestra tierra.

El periódico del día siguiente me confirmó lo que yo me temía: habían ardido más de 700 hectáreas, de matorral y monte bajo, y ya era otro suceso más a los que se venían sucediendo los días anteriores.

Hay que agradecer la labor de las brigadas contraincendios que hacen una labor encomiable, arriesgada y con pocos medios, puesto que de cara a la galería los políticos se echan flores sobre la eficacia de estos efectivos, pero no son ellos los que se enfrentan al fuego, con riesgo sobre sus vidas.

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La montaña no es sólo ir a dar un bonito paseo por una vereda, ni subir una cumbre con tus flamantes piolets y crampones. Hay que sentir la tierra, los árboles, hasta la más minúscula planta, todo un conjunto al que el hombre no para de maltratar por nuestro propio egoísmo.

Ojalá el peso de la ley caiga sobre los autores de estos atentados, ojalá se recrudecieran las penas en este tipo de delitos (al igual que otros muchos en otras índoles, que hoy en día están menos penados que descargarse inofensivamente una canción de internet) y que antes de amputarles las manos pudieran deshacer el daño causado.

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